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RUFFIAN LA REINA INMORTAL DEL HIPISMO

 


Hay historias que no se cuentan… se sienten. Y Ruffian, bueno, Ruffian no fue solo una potranca veloz. Fue un relámpago fue una diosa con herraduras. Un suspiro de viento que rompía el silencio de las pistas y dejaba a todos con la boca abierta y el corazón latiendo como tambor.


El día que nació Ruffian

17 de abril de 1972. En Claiborne Farm, Kentucky, nacía una potranca de mirada firme y pelaje bayo oscuro que parecía hecho de sombra y fuego. Tan alta, tan fuerte, tan distinta. Desde chiquita, ya mostraba los dientes. Era hija de Reviewer, nieta de Bold Ruler, y por el otro lado, nieta del explosivo Native Dancer. O sea, llevaba pólvora en las venas.


Apenas pisó la pista, todos supieron lo mismo: aquí no había una yegua cualquiera... aquí venía una campeona.


¡Y cómo corría!

A los dos años, Ruffian no corría... volaba. Ganaba con tanta facilidad que parecía que el resto competía en cámara lenta. Cinco carreras, cinco victorias, y todas con escándalo. Fashion Stakes, Astoria Stakes, Spinaway... ¡una tras otra! Cada vez que salía, el reloj temblaba y el público rugía.


Pero eso fue solo el calentamiento.


Tres años y una corona que pesaba oro

Ya de tres años, la potranca no aflojó ni un poquito. Se fue directo por la Triple Tiara: Acorn Stakes, Mother Goose y el Coaching Club American Oaks. Y sí, se la llevó completica, con récords y todo. A cada rival la dejaba en el retrovisor —si es que las potrancas tuvieran espejos—.


Montada por el panameño Jacinto Vásquez y entrenada por Frank Whiteley Jr., Ruffian era una locomotora sin frenos. Siempre al frente, siempre con garra, sin miedo a nada. Y vaya que intimidaba… más de una jockey se lo pensó dos veces antes de meterse en su línea.


La carrera que dolió más que perder

Y entonces... llegó el 6 de julio de 1975.


Ese día, el hipismo se paralizó. Ruffian vs. Foolish Pleasure, el crack que había ganado el Kentucky Derby. El duelo del siglo. La reina contra el rey. Más de 50 mil personas en Belmont Park, millones pegados al televisor. Expectativa. Nervios. Magia.


Partieron. Ruffian arrancó como siempre: primera. Pero, de repente, un sonido seco, terrible, como si el destino hubiera pisado mal: crack. Algo se rompió. Su pata delantera derecha. Pero ella... ¡ella no paró! Seguía corriendo, arrastrando el alma mientras su cuerpo se quebraba en pedazos.


Intentaron salvarla. Cirugía de horas. Reanimaciones. Pero cuando despertó, quiso seguir peleando. Se revolvió, pateó, luchó… hasta que el dolor le ganó. Y ahí, entre sedantes y lágrimas, se fue. A las 2:25 de la madrugada del 7 de julio, la reina galopó hacia el cielo.


Una huella que no se borra

La muerte de Ruffian fue un sacudón brutal. No solo rompió corazones, sino que obligó a la industria a mirarse al espejo. Cambiaron protocolos, se mejoraron los cuidados, se invirtió en medicina equina. Porque sí, ella dejó algo más que triunfos: dejó conciencia.


La enterraron en Belmont Park, nariz apuntando hacia la meta. Como quien se va, pero no se rinde. Luego, la llevaron de vuelta a Claiborne, su hogar, donde todo comenzó. Y ahí sigue, como leyenda, como faro, como mito.


Un legado de fuego

Ruffian fue exaltada al Salón de la Fama. The Blood-Horse la nombró la mejor yegua del siglo XX. Sports Illustrated la puso entre las 100 mejores atletas femeninas de todos los tiempos. Joan Baez le cantó. Hicieron libros, películas y hasta un centro veterinario lleva su nombre.


¿Y saben qué? Ninguna otra potranca logró lo que ella en tan poco tiempo. Porque Ruffian no vivió una vida... vivió una epopeya.


Para siempre Ruffian

A veces, el universo nos regala seres que no duran, pero dejan luz. Ruffian fue uno de ellos. Una centella, una guerrera, una melodía de galope que aún resuena en los oídos de quienes la vieron correr.


No fue una simple campeona. Fue una llama. Un rugido. Una promesa cumplida y, al mismo tiempo, un “¿y si…?” que duele. Pero sobre todo, fue amor puro por la pista.


Y así, sin decir una palabra, Ruffian lo dijo todo. Guía hípica el potro Alex